LA RAMBLA

Stella Rigel JH

Aquel día no se anunció fatal, sin embargo, lo fue. 

No tenía ninguna intención de levantarme. Por lo regular cancelo la alarma unas ocho veces antes de lograr reaccionar. No sé por qué sigo haciéndolo, sí sé que siempre llego tarde. Inicio mis alarmas cada vez más temprano pensando en que les haré caso cuando no es así. Simplemente paso a la otra y a la otra y a la otra. ¿Qué no sería más sencillo poner una sola alarma que indicara que si no me levanto ya, van a correrme del trabajo? Quizás esa motivación sí me levantaría.  

Tomé una taza de café muy negro para tragarme junto con él la desvelada de anoche. Vi un documental de música hasta pasadas las dos de la mañana. Deseaba que los días aceleraran su curso para que llegaran pronto las vacaciones de verano. España cierra todos sus negocios ya que hace demasiado calor. El calor ya era insoportable y aún estábamos lejos de cerrar.

Iba tan rápido que derramé un poco de café en mi camisa blanca, me regresé a cambiarla y los cinco minutos que tenía de tolerancia se fueron en eso. 

Tomé el metro sabiendo que no era el correcto para llegar a tiempo. En estos casos, la resignación es el único remedio. 

Llegamos, bajé del metro y escuché de golpe al aire, el maestro de ceremonias de aquel día, el anunciante. Se escuchaba su ir y venir recorriendo La Rambla. El ambiente silencioso, es extraño por aquí. Parecía ser que nadie tenía prisa, ni tampoco, cosas por decir. Sólo iban de ahí a aquí. De aquí ahí, paseando. Eso ayudo a que mi dolor de cabeza disminuyera. 

El documental hablaba de una peculiar canción de Chopin. Tenía en la mente en que llegando a la tienda la iba a poner y la iba a dejar correr todo el día. Quería saber si lo que habían dicho en el documental sobre ella, era verdad. Para eso debía estudiar la melodía. 

Pero llegué y como era tarde ya había gente afuera esperando a comprar el periódico. Gente que buscaba empleo y que al parecer no encontraba porque mejor se levantaba a comprar el periódico. 

Los atendí sin muchas ganas y se fueron. Después tampoco pude poner la canción porque me llamaron de una librería para saber cómo íbamos con las ventas del nuevo ejemplar que habían traído. 

Me dirigí hacia el tocadiscos, pero un perro trató de meterse a la tienda así que lo saqué lo más rápido que pude. A mí me gustan los perros, pero al dueño no, y el dueño todo el tiempo está viendo las cámaras. Él sabe todo. Sabe que se metió un perro y sabe que llegué al 5 a las 10. 

Luego de un rato en el que había olvidado mi propósito del día. Entró un cliente vistiendo una gabardina negra. Esos clientes son los que más me gustan. Suelen ser callados, reservados, hasta que logras dar con la pregunta que los hará hablar y no parar. La gente que lee prefiere el silencio, dicen. Yo no lo creo así porque sé que si los haces hablar del tema que más les interesa pueden durar horas hablando contigo y para eso se lee ¿no? Para compartirlo.

El hombre se fue luego de gastar una cuantiosa suma de dinero. Se llevó algunas reliquias que la gente aquí no ha sabido apreciar. Casi todos vienen por los libros de moda. Por los nuevos. Pero cuando viene un tipo en gabardina negra sé que es momento de sacar el arsenal. Se llevó una muy antigua edición de la Divina Comedia. Yo la tenía escondida para cuando me alcanzara mi sueldo mediocre. “Ya llegará otra” pensé.

Me dirigí una vez más al tocadiscos. Saqué el disco de Mozart que estaba puesto, con mucho cuidado, ya que era una edición muy especial; evitando que las cámaras no capturaran el momento en el que lo llevé a su estante. Era el favorito del dueño. No le gustaba que pusiera sus discos y menos los de colección. Pero bueno, solo un tonto no lo haría. Esas melodías no están en ningún lado y aunque estuvieran no tendrían la calidad que tienen al ser tocadas en un disco de vinilo. 

Aproveché y traje conmigo el que contenía la canción en cuestión. 

Lo acomodé en el tocadiscos y antes de que pudiera colocar la ajuga en línea, escuché un estruendo. Un estruendo perseguido por gritos de histeria. Sentía como sí una estampida viniera corriendo en dirección a la tienda. No sabía si era buena idea salir o no. No sabía si debía tirarme al piso o correr o esconderme. No tenía idea de qué era lo que debía sentir. Entonces, sentí miedo. 

Con las manos temblando traté de tocar mi cara y mis ojos al sentir el sudor cubrir mis lentes cuando entró la primera persona a la tienda gritando:

—Ataque terrorista, tienen bombas.

—Pero ¿qué dices? —dije yo agitado corriendo al mostrador viendo como 10 personas más entraban a refugiarse en mi librería. 

—Dios mío, ampáranos.

—No, mi hija, mi hija no viene. Camila ¿dónde estás? —gritó histérica una señora tratando de ver hacia afuera. 

Para entonces una figura blanca pasó a toda velocidad recorriendo La Rambla llevándose todo a su paso. Puestos, gente que no había alcanzado a resguardarse, postes, basureros, niños, incluso.

Por unos minutos todo fueron gritos. Algunos del dolor de una herida que les permitía seguir caminando pero que, sin embargo, dolía. Algunas personas actuaron más rápido que yo y bajaron las persianas de la librería por dentro. Hasta que a unos 300 metros se escuchó un segundo estruendo. 

Nadie dijo nada y al cabo de un tiempo los gritos fueron disminuyendo. 

Estábamos congelados en la incertidumbre. No sabíamos si los terroristas se habían bajado con sus bombas planeando explotarlo todo en cualquier momento. O sí ya había alguien entre nosotros. Todo era incierto. Luego de que la adrenalina pasara, nos quedamos viendo al suelo. No había un alma con la necesidad de expresarse con palabras. Encendí la televisión, pero la puse de inmediato en mute. Solo alcancé a leer los subtítulos que decían: “Ataque terrorista: Furgoneta blanca arrasa 800 metros sobre La Rambla con todo a su paso”. Entonces escuchamos a la policía decir en voz baja.

—No salgan quédense donde están resguardados mientras inspeccionamos el área. 

Ya después nos enteramos que era solo un terrorista. Que cuatro de ellos habían muerto porque explotaron sus propias bombas en un accidente inesperado. Esto estaba planeado para ser el peor ataque de la historia. Gracias al universo, solo uno de los seis pudo actuar. Dejando 800 metros de muertos.

Ya que nos íbamos a quedar ahí varados un rato. Empecé a pensar en que podía hacer para romper el silencio. Lo único que sonaba en ese momento eran celulares vibrando de malas noticias. Algunos en voz muy bajita trataban de comunicarse con su familia para decirles que habían sobrevivido. 

Recuerdo a un hombre sentado junto a sus dos hijos pegados a los estantes de libros. 

Los niños estaban aferrados a él en un abrazo viendo al piso. 

—Hemos perdido a mi esposa en el ajetreo —dijo cuando se percató de mi presencia. 

—Lo lamento mucho —dije sin saber que más podía decirle.

En mi mente seguía esa intención de unir a la gente que se resguardardó en mi librería.

De repente alguien toco a la puerta. 

—Servicios de salud, buscamos heridos para el TRIAGE.

—Pase, pase. —Les dije tendiéndoles la mano y ayudándoles a pasar por un diminuto espacio que abrí en la puerta.

Uno a un fueron revisando a las personas, en realidad ahí dentro no había nadie que necesitara ayuda urgente. Sin embargo, se atendió a todos. 

De repente algo me hizo girar mi vista hacía el señor que había perdido a su esposa. Un paramédico estaba mostrándole un carnet de identificación. El hombre levantó por un minuto la mirada y la volvió a bajar. Abrazando más fuerte a sus hijos. Y derramando lágrimas de dolor. 

Entonces recordé a Chopin... Y fui rápido hacia el tocadiscos. Chopin llenó el aire de música. Creí que eso nos uniría a todos. 

Luego de un rato en el que recapacité, fui de nuevo al tocadiscos y lo apagué

Se adelantaron las vacaciones de verano, La Rambla está en silencio.

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